La educación se ha convertido en un negocio lucrativo al servicio de la iniciativa privada y en desmedro de la educación pública
El “negocio” potencial es billonario. Los costos reales de la educación superior, para una calidad aceptable en nuestro medio, son del orden de entre cuatro y ocho millones de pesos anuales por alumno; ello significa que los ochocientos mil estudiantes universitarios colombianos podrían aportar del orden de cinco billones de pesos cada año (unos dos mil millones de dólares americanos) en la compra de la nueva mercancía. Un negocio de tal volumen de ventas no es fácil de encontrar en Colombia; la exportación total anual de café y aún la de carbón no alcanza a igualar la cifra del mercado potencial universitario.
Es claro que con tales magnitudes de ventas potenciales, la ganancia derivada del negocio lo hace atractivo para los inversionistas locales y trasnacionales que encuentran restricciones crecientes en otras áreas de la economía para realizar su acumulación. Es que una sociedad empobrecida como la nuestra restringe su consumo de bienes y servicios a lo mínimo necesario para la supervivencia, si acaso le alcanza para ello; la educación se clasifica aún entre lo indispensable para vivir en esta época.
Pero la educación no es una mercancía; es un derecho ciudadano por cuanto se trata de un bien necesario, al menos eso dice la Constitución colombiana, y por tanto la prestación del servicio no puede dar lugar a lucro privado. Los negociantes intentan entonces cambiar las condiciones regulatorias para realizar su negocio, al igual que en otros campos a través de acuerdos comerciales como el ALCA y el TLC. Promueven el marchitamiento de la competencia estatal (universidades públicas) que se favorece por la recepción de dineros provenientes de los impuestos de los colombianos que, según los negociantes, constituyen subsidios a la oferta y convierten el mercado en inequitativo; deben, por tanto, eliminarse tales aportes gubernamentales a la universidad pública y sustituirse por los subsidios a la demanda, es decir, préstamos blandos a los clientes (estudiantes) para que ellos adquieran la mercancía educación donde el “proveedor” que más los atraiga o cuya marca sea más reconocida, facilitando así el mercado libre de ese producto y favoreciendo de paso al sector financiero, actual dueño de las decisiones políticas y de la economía, que derivará utilidades por la intermediación en el negocio crediticio.
Una anomalía que debe corregirse.
Las políticas diseñadas afectan el contenido de la educación superior. Al igual que cualquier mercancía, la comercialización transfronteriza de ella exige la definición de normas que permitan la identificación concreta del producto, y exige el examen del cumplimiento de las mismas por cualquier proveedor en el mercado. Ya que la autonomía universitaria consagrada en la Constitución ha permitido diversidad de contenidos en correspondencia con distintas visiones universitarias, esta “anomalía” debe ser corregida por la “estandarización” de los programas, es decir por su ajuste a las normas que impone el proveedor más importante en la región: los EEUU. Así se plantea como un grave defecto el “exceso” de conocimientos que se divulga en las instituciones colombianas, y la necesidad de reducir el currículo a menos de la mitad del actual (reducción de créditos académicos), asimilando el nivel universitario a una simple capacitación para el mercado laboral. Naturalmente que el cumplimiento de las normas que se establezcan debe ser avalado por medio del examen del producto (el egresado de la universidad).
Anticipándose a la firma de tratados de libre comercio el gobierno colombiano ha venido imponiendo, por distintos mecanismos, las condiciones que favorecen a los comerciantes de la educación: el Plan de Desarrollo (Ley 812 de 2003) aprobó el desmonte gradual de la financiación estatal a la universidad pública (agravado por el reciente decreto 3545 de 2004), la imposición de estándares para las carreras (reafirmada por el decreto 2566 de 2003), la exigencia de exámenes de estado (ECAES) para los egresados y otras normas. Por acción de rectores títeres impuestos en universidades importantes, como en la Universidad Nacional de Colombia, se adelanta la reducción de los programas académicos mientras se aplica el chantaje económico, incluida la amenaza de aplicación de la ley de quiebras (ley 550 de 1999) y la reestructuración asociada a ella en la Universidad del Atlántico, para los mismos fines. En medida diversa, en todas las universidades, públicas o privadas, se adelanta la adecuación institucional a la nueva condición de educación-mercancía. De manera acelerada se pierde para los colombianos el derecho a la educación y ésta se convierte en un bien adquirible sólo por aquellos que puedan comprarlo.
Este año que comienza marcará el rumbo de la universidad colombiana. Tendrá que construirse, desde las universidades y toda la sociedad, una oposición sólida a las intenciones de mercantilizar la educación y limitarla a la capacitación laboral. Tendrá que crecer y consolidarse la movilización general contra el neoliberalismo imperante y el estado autoritario que lo defiende, para construir en nuestra Nación aquello que de verdad importa: la posibilidad de una vida digna para todos los colombianos.
Colombia Indymedia, 13/01/05
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